¿Blasfemamos demasiado?

A algunas personas les encanta blasfemar y no se cansan de hacerlo. Pero de vez en cuando se reivindica que si no se tiene cuidado, podríamos abusar de las blasfemias y hacer que se atenuaran, lo que nos obligaría a inventar nuevas palabrotas o, lo que es peor, agraviar sin insultar del todo.

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Escrito por Michael Adams (en inglés), profesor de inglés de la Universidad de Indiana (en inglés).

Si estás alarmado, ten la seguridad de que en promedio no renegamos tanto, lo cual es una de las razones (aunque parezca paradójico) de que las blasfemias no van a desaparecer.

Piensa en cómo circula el discurso en un día determinado: conversación cara a cara, tuits, notas personales, chat telefónico, correo electrónico. Esas corrientes convergen en una gran reserva de lenguaje diario. Timothy Jay, profesor de psicología en el Colegio de Artes Liberales de Massachusetts y reconocido experto en palabrotas, estima después de décadas de investigación que las blasfemias equivalen a aproximadamente el 0,5 % (en inglés) de la producción verbal diaria de un hablante promedio.

Esta restricción no es accidental. La mayoría de nosotros tenemos el sentido común de no corromper las blasfemias usándolas en exceso. Necesitamos retener el poder expresivo de la blasfemia, que es tan profundo y versátil que me vi obligado a escribir un libro sobre eso, In Praise of Profanity (en inglés).

En él, demuestro que aunque las palabrotas aparecen cada vez más en los medios, las blasfemias son fundamentales para el conocimiento humano.

¿Decir palabrotas en todo momento?

¿Por qué sobrevaloramos las palabrotas que usamos? ¿Cómo pueden estar tan equivocadas las impresiones que tenemos de los discursos que nos rodean?

Nos damos cuenta de las palabrotas porque las usamos con poca frecuencia. Aunque nos resulten familiares, pueden sorprendernos, por lo que tendemos a sobreestimar su papel en el habla. Además de la frecuencia, a veces somos profanos en formas inusuales como «bocachancla» o «machirulo» o empleamos la blasfemia para llamar la atención: «¡Joder!» y «¡Que te jodan!» o en patrones de frases reservadas para la blasfemia, especialmente cuando tienen una cierta entonación, como «¿Qué coño?», un patrón de frases es tan convencional que sencillamente podemos decir «¡Me cago en...» y el interlocutor rellenará el espacio en blanco. Los insultos importunan; no podemos ignorarlo.

En las últimas décadas, desde la revocación de algunas leyes de obscenidad en la década de los años 30 a través de la década de los 60 antiautoritarios, hasta la creciente influencia de la cultura adolescente desde la década de los 70, el tabú sobre las palabrotas se ha relajado. Escuchamos y leemos blasfemias en lugares que las generaciones anteriores no podían, como en películas, televisión por cable, revistas, literatura e Internet sin censura, que nos expone cada vez más a más blasfemias. La tendencia es evidente incluso en la ficción para jóvenes.

En la actualidad todas las edades tienen acceso a ellos, desde el eufemismo «¿Qué diablos?» en My Little Pony o el utilizado «hijo puta de mierda» en Los Soprano. Pero no está claro cómo las palabrotas de los medios influyen en el habla cotidiana. Es imposible decir si en la actualidad utilizamos más palabrotas que en el discurso cotidiano que hace 50 años, porque no había ninguna investigación sobre ello en ese entonces. Por lo tanto, no podemos comparar las palabrotas que utilizamos hoy, en términos de cantidad, con las de nuestros abuelos.

Insultar es señal de humanidad

Quien hace presentaciones a diario es consciente de que las blasfemias tienen propósitos especiales y que su uso excesivo las haría menos efectivas. Hay quien usa palabrotas para promover la intimidad (piensa en las conversaciones sexuales) o la solidaridad grupal (piensa en las salas de discusión o en las de juntas) o incluso en la comunidad de una marca (piensa en el largo catálogo de sitios Fuck Yeah enTumblr1, tantos que hay un Fuck Yeah de Fuck Yeahs). Nos relacionamos con gente dispuesta a arriesgarse con nosotros (en inglés) y cuando estás muy frustrado, cuando alcanzas el límite del lenguaje para expresar lo frustrado que te sientes, puedes blasfemar, porque el lenguaje normal te ha decepcionado.

La blasfemia tiene su lugar, y nosotros dependemos de ello. Algunas investigaciones cerebrales incluso sugieren que las blasfemias ayudan a liberar estrés de manera saludable, especialmente si sentimos dolor. Según otra investigación, una parte del cerebro almacena blasfemias, lo que sugiere que la blasfemia es parte del ser humano, y por eso los hablantes las reservamos de forma intuitiva para cuando sea importante: es valioso y no podemos permitirnos blasfemar tanto como para que pierda el sentido.

Paradójicamente, aunque necesitamos las blasfemias para ser completamente humanos, si somos demasiado obscenos, lo somos menos y perdemos una capacidad humana única.

 

La mayoría de blasfemias están cortadas por el mismo patrón.

Sin embargo, parece poco probable que en un futuro próximo podamos dejar de lado las blasfemias. Y esa es una buena noticia, porque si no usásemos las groserías que conocemos, tendríamos que inventar nuevas para suplir las necesidades expresivas y sociales para las que sirve la blasfemia. 

No sería fácil. Por supuesto, inventamos palabras todo el tiempo. Fabricamos jerga sobre la marcha, y a menudo es efímera. Si recopilases toda la jerga inglesa que existe y ha existido, llenarías un diccionario aún más voluminoso que el Green’s Dictionary of Slang (en inglés) del lexicógrafo e historiador de contracultura inglés Jonathon Green: tres volúmenes, 6.000 páginas y en continua expansión.

La blasfemia, por el contrario, tiene un vocabulario muy pequeño. El antiguo editor del Diccionario de Inglés de Oxford, Jesse Sheidlower, realizó cerca de 400 entradas en The F Word (en inglés), pero algunas de ellas, como mindf – ker (nombre), mindf – k (verbo) y mindf – king (adjetivo) están muy estrechamente relacionados, por lo que el léxico básico de la palabra "f" (fuck, «joder») es aún más pequeño que esta cuenta. Poco a poco se redactan nuevos artículos sobre blasfemias. f – kwad (1974) WTF (1985) f – knut (1986) f – ktard (1994), pero su fuerza expresiva depende principalmente de una sólida base obscena. El «loco» agrega matices de significado o tono o responde de otro modo al contexto (viejoloco). Pero estas palabrotas de moda no están lejos de la blasfemia.

En argot creamos nuevas palabras, pero la blasfemia es casi lo opuesto al argot en este sentido. Lo usamos con creatividad, pero con restricciones estrictas. Debemos reconocerlo por lo que es y saber qué significa. En argot, a menudo trazamos límites léxicos entre los grupos internos y externos de los grupos, mientras que la blasfemia sirve a todos esos grupos. Cuando, en un contexto u otro, utilizamos blasfemias de manera creativa, escapamos de las fuerzas gravitacionales de la historia y de las convenciones. Es la creatividad contra viento y marea.

Durante siglos hemos sido dependientes de la misma blasfemia. F – k («joder») se introdujo al inglés a finales del siglo XV. S–t («mierda») ha existido desde tiempos del inglés antiguo, aunque como insulto personal (You s – t!, «eres un mierda») es un contemporáneo de la palabra fuck, y no se usó como una interjección: "Oh, s – t!" («¡Oh, mierda!») hasta mediados del siglo XIX. B-tch («puta») entra aproximadamente en el año 1400, pero nadie es «hijo de puta», aparentemente, hasta alrededor de 1700.

Este pequeño repertorio de blasfemias históricas ha funcionado bien, y sería una pena y un inconveniente que el enguaje soez perdiese su poder expresivo. No podríamos formar un comité para diseñar, distribuir y regular nuevas groserías: el lenguaje, al menos en Estados Unidos, no funciona así. Claro, algunas personas las usan demasiado, pero, en general, podemos confiar en la intuición de la mayoría de los hablantes de blasfemar cuando es importante, es decir, que terminemos blasfemando el 0,5 % del tiempo. A este ritmo podemos evitar la catástrofe de una vida sin blasfemias.

 

Este artículo es una reedición de The Conversation (en inglés) bajo licencia Creative Commons. Lee el artículo original.

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